Nació entre los peñascos, frente a las cimas nevadas, sobre las ruinas y las tumbas de los pueblos antiguos que conservan el secreto del alma primitiva de América. En la quietud de la piedra y del cielo, allí donde el Ande se aviene a la tierra, y en la cercanía del muro derruido de la antigua fortaleza calchaquí, recibió Joaquín V. González el bautismo de luz de las estrellas, que lo marcaron desde el signo de los peces con la predestinación ineludible del espíritu. En El Huaco, la antigua estancia familiar tendida en los valles de La Rioja, construida sobre “planicies cubiertas de verdura, donde la flauta rústica de Teócrito congrega los rebaños al caer la tarde”, transcurrió su infancia solitaria y reflexiva. Todavía agitaba las quebradas el tumulto de las montoneras batiéndose en derrota. Él lo recuerda en las páginas evocadoras de Mis montañas con voz estremecida.