El planteo clásico del problema del acceso del hombre al conocimiento de Dios nos muestra una vía sumamente estrecha entre dos soluciones extremas: el agnosticismo y el panteísmo. La primera solución se basa en un dualismo radical: rechaza la pretensión de apodicticidad de las pruebas de la existencia de Dios, y coloca a éste en un plano tal que la razón no puede alcanzarlo, ni para afirmar su existencia ni para negarla válidamente. La existencia de Dios puede ser el objeto de una fe, legítima como tal, pero no de conocimiento cierto. La trascendencia de Dios se afirma de un modo tan extremo, que termina por significar ésto: todo razonamiento que pretenda demostrar su existencia, logrará tan sólo demostrar la existencia de una cosa más entre las cosas del mundo. La segunda solución quiere dar una certeza más íntima, más inmediata, de la existencia de Dios, y para ello afirma de tal modo su inmanencia que termina por borrar toda diferencia entre Dios y el mundo, entre el Creador y la creatura.