La memoria, ese flujo interior expuesto a tantos vaivenes, actúa ni más ni menos como una mujer de la calle: irreflexiva, supersticiosa, olvidada de sus culpas, hincándose al paso de una procesión, hecha toda ella una tea ardiente en el aniversario de algo o alguien que los demás recuerdan. Ahora se le antoja que ella también le debia mucho y ha perdido su tiempo en ignorarlo. Ocupada en vivir, como los organismos sanos, no se entretenía en tomarse el pulso. Porque, ¿qué sentido tiene que reverenciemos a fecha fija, taxativa, todo aquello que se ha incorporado a nuestra vida y forma parte del légamo de nuestra existencia? De nuestra existencia como pueblo; es decir, de seres humanos que viven en un lugar determinado del planeta: esa diminuta porción de Gea, o Tierra, desde la que hacemos ademanes en el vacío para que los demás nos entiendan.