Si nos atenemos a su significado preciso, abismo es una profundidad grande y peligrosa, una suerte de precipicio, en tanto que brecha es una abertura hecha en una pared. En ambos casos, estamos ante un rompimiento de algo que debía ser terso, llano, sin tropiezos.
Aunque esta denominación acepta, de entrada, que la tersura de la globalización se rompe cuando se trata de medir el acceso de países pobres y ricos a los instrumentos de la convergencia tecnológica, el discurso se encamina hacia otro rumbo. En efecto, el discurso sobre la brecha o abismo digital no pone el acento en el precipicio sino en la necesidad de dar el salto. Se lo presenta como un obstáculo a salvar, una meta a superar. Incluso, se puede llegar a plantear como un desafío. Pero los estados latinoamericanos no son, y menos en estos momentos, corceles briosos capaces de dar el gran salto que les permita sortear con éxito esta hendidura, este rompimiento originado en un acceso desigual a las innovaciones tecnológicas.
Así, en el discurso, el abismo digital se ubica en el futuro, en la posibilidad de superarlo como si se tratara sólo de una cuestión de voluntad y no de condiciones económicas estructurales.