La interpretación de un conjunto de alturas y ritmos que se suceden organizados de un modo determinado y en un lapso de tiempo determinado, conforman lo que habitualmente denominamos melodía. Esa interpretación es una entidad que tiene existencia propia. Su existencia está dada por el movimiento y la energía que conlleva la música, tanto para quien la produce como para quien la percibe. Teniendo en cuenta esta idea de existencia propia que la música tiene en relación a los sujetos involucrados, la melodía puede ser entendida por ellos como un agente intencional, es decir, como un sujeto independiente que realiza cosas de manera intencionada (Johnson, 2007; Leman, 2008). Podemos decir entonces que la melodía cobra vida dentro de una interpretación musical y es por eso que suele ser percibida a través de su propia intencionalidad, en el contexto de un proceso de percepción-acción que transita el oyente durante la audición. Lo que permite al oyente vincular lo que escucha con una intención melódica es el modo activo en que interactúa con ella. En este sentido, el oyente hace su propia construcción de aquello que está escuchando como movimiento energético y en definitiva, esto es lo que contribuye al significado, entendiendo percepción, acción y pensamiento como un todo indisoluble (Nöe, 2004). De esta manera, no solo la configuración de los sonidos involucrados estaría proporcionando la identidad a la melodía, sino que además estarían participando las intenciones de los agentes involucrados, básicamente el modo en el que el oyente reconoce tal intencionalidad.