Desde fines del siglo XIX tuvo lugar en la Argentina un proceso que culminó políticamente en 1912 con la sanción de la Ley electoral e implicó un cuestionamiento a la hegemonía en diversos campos. La inmigración, el desarrollo urbano, la conformación de una clase intermedia y las campañas de alfabetización incidieron en la formación de una esfera pública ampliada y modificaron los vínculos entre grupos dominantes y subalternos, haciendo emerger rasgos democratizadores en la cultura. Aunque la elite intelectual buscó imponer a toda costa sus concepciones, los nuevos sectores criollo-inmigratorios introdujeron prácticas que no respondían a las reglas establecidas ni gozaban de prestigio simbólico, pero contaban con la adhesión del nuevo público. En ese contexto comenzó a formarse un mercado de bienes culturales. Surgió una audiencia capaz de dar sanción anónima y una incipiente industria cultural donde artistas y artesanos vislumbraron la posibilidad de obtener prestigio y retribución, actuando entre corrientes divergentes: la opción de adherir al proyecto estatal dominante, el desprestigio de los valores materiales en el círculo letrado y la tentación de participar en una instancia que alentaba sus deseos de independencia económica e intelectual.