La adhesión de la Educación Física al “pacto fisicalista”, implicó considerar la ciencia como una cosmovisión a la que la educación física contribuyó extendiendo la investigación al ámbito de lo “orgánico/biológico” primero, y lo “bio-psicosocial” luego (unidad que sintetiza los esfuerzos de la episteme moderna por abrazar las dimensiones física, intelectual y moral). Si en el siglo XIX la Educación Física se acopló a un proyecto político que implementó un modelo educativo en pos de desarrollar aquello considerado “la naturaleza humana”, podríamos decir que desde su origen mismo ha negado la dimensión cultural del cuerpo y de las prácticas. En tanto que todo proyecto que se considera “humanista” convierte esta “naturaleza humana” en una tarea pedagógica, a la que también podemos llamar política, encontramos ahí mismo una contradicción. Es a través de una serie de intermediaciones lingüísticas, conceptuales e institucionales que los políticos adoptan los criterios biológicos como rectores de sus acciones y las de aquellos a quienes dirigen.
La teoría ya no es intérprete de la realidad, sino que la realidad determina una teoría a su vez destinada a confirmarla, con lo cual los hombres no podrán ser otra cosa que lo que siempre han sido. Reconducida a su trasfondo natural, la política queda atrapada en el subterfugio de la biología sin posibilidad de réplica. Es función de la ciencia, entonces, hacer de la naturaleza nuestra única historia, y la Educación Física encarna desde entonces esta promesa.
No obstante ello, en la década del 1990, surgen en Argentina los primeros intentos por pensar, e inscribir a la educación física (o mejor dicho a la educación del cuerpo), definitivamente en el registro de la cultura.