En El conserje y la eternidad (2017), de Ricardo Romero, un conserje duerme bajo la cama, tiene costumbres depredadoras, es adicto al cloroformo, secuestra a sus víctimas cuya sangre le sirve de alimento, y escribe. La escritura, atributo del monstruo, es obsesión, instrumento terapéutico, coartada, trampa, pero, sobre todo, es una acción que permite volver sobre la distinción barthesiana entre écrivain y ecrivant.
Para el segundo, propone Barthes, el lenguaje es sólo un instrumento de comunicación que se corresponde con lo que él quiere decir y la palabra sería aquello que pone fin a la ambigüedad del mundo. En cambio, para el écrivain el lenguaje no es ni herramienta ni vehículo de pensamiento, sino lo contrario: algo que no puede explicar el mundo, de ahí que se pierda “todo derecho a la verdad” (Barthes, 1977, p.204). Decir que el monstruo vampírico de esta novela (cuya relación con el vampirismo carece de mucha de la parafernalia que acompaña esta tradición) es un escritor significa señalar su íntima condición de écrivain: alguien consciente del modo en que se pierde a sí mismo y al mundo en las sinuosidades de la escritura. Alguien que comprende que el resultado de ese proceso no es alcanzar respuestas definitivas ni mucho menos, sino hacer emerger la vacilación, los interrogantes, la suspensión de los enunciados verdaderos o falsos.