Si volvemos a la doble etimología latina de la palabra monstruo, nos enteramos de que se trata de un verbo que significa a la vez “mostrare”, mostrar, exhibir; y “monere”, avisar, anunciar, presagiar. Más allá de ser un objeto de estigmatización, el monstruo podría entonces encarnar una “mostración”, es decir, un cambio de percepción o un dispositivo de percepción activo que exhibe transgrediendo, dando lugar a nuevas formas o nuevas imágenes. En aquel ideal de “hombres y monstruas” que está contemplado en el cuento de Mariana Enriquez, la palabra “monstruas” no designa ni a un hombre ni a una mujer sino más bien otra cosa, la elección de lo indefinido, de lo inapropiable.
Se puede, entonces, contemplar a aquellas nuevas bellezas como una “promesa de los monstruos” así como el ciborg de Donna Haraway que “figura la promesa o la potencialidad de un sujeto que escapa a los determinismos naturales y se encuentra dotado de nuevas capacidades de actuar [agency] tanto en el plano individual como en el colectivo” (Gardey, 2008, p. 195). Si tal es el caso, ¿qué dicen aquellas monstruas del contexto del que emergen y qué promesa conllevan? Intentaremos responder a esta pregunta en dos tiempos: primero, desde la hipótesis según la cual el monstruo nace de un contexto de mutaciones, entre crisis y supervivencia, figurando lo que muta y mutando hacia una resignificación positiva; después, contemplaremos las promesas que van tejiendo lxs monstruxs en el umbral entre la literatura y la comunidad, entre su devenir utópico y/o distópico, a través del estudio de Nación vacuna de Fernanda García Lao y Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara.