Hay una narrativa argentina reciente —en la que emerge el revés de la utopía ambientalista— que cuenta los poderes malignos de la naturaleza sobre la especie humana. En esta serie, la presencia del mundo celeste en el paisaje serrano o el monte chaqueño ejerce una presión sobre los personajes y el resto de los seres vivientes, los modifica y los vuelve monstruos.
Las rocas siderales (lo alien como pura materia) son el punto de partida en Campo del cielo (2019), de Mariano Quirós, y La masacre de Kruguer (2019), de Luciano Lamberti. ¿Sería posible pensar como una presencia monstruosa la de esos meteoritos voluminosos en la montaña o el monte? ¿Podría caberles esta definición, una de las tantas que ensaya Moraña?: “El monstruo es a la vez cosa y sujeto, mente sin alma, cuerpo sin órganos, corporalidad hipertrofiada, rebosante, derramada, desquiciada, fuera-de-sí, fuera-de-madre. Es presencia y ausencia, ambigüedad, hipérbole, hiato, metonimia, sinécdoque, catacresis” (2017, p. 26). Sería posible, definitivamente, pero esta caracterización refiere a una de las tantas aristas del conflicto en el que se debaten los personajes de Lamberti y Quirós, porque el planteo redobla la apuesta y toma a las rocas, más presentes que ausentes, sinécdoque de una monstruosidad humana, como punto de partida de un movimiento imperceptible y a largo plazo que opera sobre las pequeñas y endogámicas comunidades que las rodean. Como chispazo de un proceso narrativo que termina conduciendo, mediante procedimientos diferentes en ambos, ya sea al origen del monstruo o al horror colectivo.