La presente reflexión sobre la escritura está atravesada por las inquietudes cotidianas de muchos años transcurridos en las aulas, ha sido el eje de largas conversaciones en múltiples salas de profesores y, en ocasiones, ha invadido la soledad de algunas noches desveladas.
La escritura ha recorrido todos los tiempos y paisajes y sigue siendo un lugar privilegiado para darle voz al pensamiento. En palabras de la filóloga Irene Vallejo: “El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras oscuras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves […] y, de mano en mano, fueron cambiando hasta alcanzar el trazo que hoy acarician mis dedos” (Vallejo, 2020, p. 261). Han cambiado los contextos, las subjetividades y los soportes, pero las palabras siguen teniendo la capacidad de albergar las ideas y expresar los deseos.
La escritura, por tanto, no debería nunca desaparecer de las aulas ni emigrar de las escuelas. Debería estar siempre ahí, invitando a los alumnos a pensar y a comprender el mundo que habitamos, desafiándolos a interpelar las distintas voces e invitándolos a expresar la propia.