El lawfare se inicia con la presencia de un sector político opuesto al acusado, alineados con las ideas del neoliberalismo, quienes instan las acciones penales denunciando diferentes hechos que, en forma casi simultánea, cuentan con la presencia clave de los medios masivos de comunicación, quienes moldean la opinión pública, instalando la idea de la efectiva comisión de un delito más allá de lo que pueda surgir del proceso penal.
A partir de allí se procede al desprestigio y condena social anticipada sobre las personas señaladas, creándole a un sector del Poder Judicial y del MPF el clima social necesario para darle continuidad a las denuncias iniciadas más allá de la existencia de pruebas o un supuesto hecho delictivo, generando una sinergia entre poder político, comunicacional y judicial por fuera de las garantías penales del Estado de derecho.
Por medio de este esquema de poder, lo que se pretende es disfrazar de legalidad y justicia un proceso que desde su origen evidencia una distorsión o abuso del sistema penal con la clara intención de destruir lo que identifican como un “enemigo político”.
La consecuencia será muy clara: la violación de derechos y garantías constitucionales fundamentales durante el proceso penal, siendo aquellos la base de la Constitución misma y debieran servir como impedimento al avasallamiento del Estado sobre lxs ciudadanxs.
Que las víctimas de estos instrumentos dolosos sean miembros representativos de los espacios políticos más relevantes de América Latina conlleva una denigración y desprestigio del propio sistema democrático.
El lawfare no es un fin en sí mismo, su esencia radica en convertirse en un instrumento que forma parte de un sistema de ideas de dominación de escala regional. Su finalidad esencial es otra, es el circo mediático que se genera en esta escenografía judicial para ocultar la búsqueda de un objetivo concreto: la implantación de un modelo neoliberal en la región.