El término Guerra Fría fue utilizado por primera vez en el Siglo XVI por el regente Don Juan Manuel para describir el conflicto que se estaba produciendo en la Península Ibérica entre católicos y musulmanes. Sin embargo, se popularizó en 1947 cuando los norteamericanos, Bernard Baruch y Walter Lippmann, comenzaron a utilizarlo para describir al escenario mundial que surgía luego de la segunda posguerra (Simonoff, 2021, p. 23).
Lo cierto es que, a lo largo de estas décadas, ambas potencias mantuvieron una retórica apocalíptica que contribuyó al establecimiento de una creencia generalizada –sobre todo en los cincuenta y sesenta–: que el mundo estaba en la antesala de una nueva guerra mundial de características nucleares. Sin embargo, según Hobsbawm (1998, p. 234), “objetivamente hablando, no había ningún peligro inminente de guerra mundial”. Fred Halliday (1993), a quien seguiremos de cerca a lo largo de todo el capítulo, asoció esta retórica apocalíptica a lo que denominó el carácter inter-sistémico de la Guerra Fría; un enfrentamiento, ya no sólo entre dos Estados, sino entre dos sistemas que luchaban por obtener la hegemonía mundial. Uno, liderado por Estados Unidos asentado sobre las relaciones sociales de producción capitalistas; el otro, liderado por la Unión Soviética, asentado sobre la propiedad estatal de los medios de producción y la planificación burocrática y centralizada.