He aquí una de las narrativas más seductoras de la música argentina: un joven bandoneonista y arreglador, tachado de extravagante por algunos de sus arreglos en la orquesta más popular del ‘40, decidió volcar todas sus inquietudes estéticas en el tango; decidió quedarse en el tango, pero no para conservarlo sino para modificarlo definitivamente, llevándolo a un sitio nuevo, literalmente insoportable para quienes persistían en vincular el sonido de Buenos Aires a una imagen cristalizada. Como señala Carlos Kuri, Piazzolla fue el agente de la última ruptura en el interior del tango, su mutación final. De esta manera, el músico instaló un nuevo tango (él mismo solía apelar a esa adjetivación) y se enfrentó a sus pares. Cometió así un parricidio musical. Pero sin conciencia del tabú violentado, exigió por ese acto un reconocimiento nacional. Se comportó como un vanguardista ansioso, alguien que quería triunfar en el aquí y ahora. En otras palabras, Piazzolla encarnó mejor que ningún otro músico argentino el zeitgeist de los ‘60.