Confieso que la lectura de esta obra en el momento histórico que nos toca vivir es reconfortante, sobre todo cuando la palabra “garantía” y el adjetivo de “garantista” están siendo objeto de una distorsión tan inexplicable como indignante. Ser “garantista” en el marco de un Estado de Derecho debería ser el tono general en una sociedad que se precia de estar comprometida con la calidad de sus instituciones; ser “garantista” debería ser algo tan obvio como ser “juridista” o “normativista” por estar a favor del imperio de las normas. Sin embargo, intereses afines a poner rótulos que siempre resultan útiles a las divisiones y a las tergiversaciones intentan degradar la vigencia de las garantías como si el cumplimiento de las normas fuera una opción y no un mandato. Pocas cosas son tan negativas a la salud de la sociedad como este concepto en el que las normas no tienen fuerza vinculante o, peor aún, se aplican de un modo diferente a los imputados, sean éstos poderosos o débiles.