Los remedios que recetan los médicos para aliviar las enfermedades humanas se hallan protegidos contra las sofisticaciones por medio de las leyes y reglamentaciones pertinentes; justo es que sea así por cuanto la salud es patrimonio primordial para el bienestar de la humanidad. ¿No hemos asistido acaso a ruidosos procesos incoados contra fabricantes —entiéndase malandrines sin escrúpulos— que libraban a la venta medicinas innocuas y, a las veces, también nocivas? ¿No leemos a menudo en los rótulos las advertencias de todos conocidas que rezan: concluida esta pócima destruyase el envase? ¿No llega la inconciencia y la superchería de ciertos comerciantes, calificados en la forma ya expresada, a expender alimentos en abierta contradicción con los más elementales preceptos de la higiene, tornándose, por tanto, en envenenadores públicos? Si hay entes que muestran tanta sordidez como los capaces de jugar con la vida de sus semejantes, ¿cómo hemos de pretender que no los haya también en tratándose de la salud de los animales y de las plantas? De ahí, pues, la pululación de fabricantes de productos a los cuales ya me he referido y la alarma de la gran familia agricultora que presurosa acude a las autoridades competentes en demanda *de consejo y protección. Pero, ¿qué ayuda pueden prestar esas autoridades, por más competentes que sean, si no disponen del instrumento legal para reprimir el comercio intérlope de productos terapéuticos? Ahí está, cabalmente, el punto neurálgico de este asunto: la falta del instrumento legal.