Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires en 1899, y decidió morir en Suiza en 1986. Para él la patria era la literatura, y en ella se supo inglés, alemán, francés, japonés, español, islandés y se soñó inmortal. Sentía que había crecido en una biblioteca y que nunca había salido de allí, y una vaga culpa por no haber podido seguir la carrera militar de sus ancestros.
Su obra, clave en la historia de la literatura moderna, entrelaza una serie de obsesiones personales: las trampas del tiempo, la profundidad del infinito, la existencia como laberinto, la dudosa seguridad de los espejos, con basto dominio de la historia de las culturas y una enorme curiosidad por el pasado argentino, que por momentos pareció tentando a re-escribir.
Los postulados metafísicos que parten de Borges para construir sus cuentos no implican que el autor crea en ellos, pero tiene sus preferencias filosóficas y utiliza los mismos esquemas mentales, con leves variantes, como la base de sus ficciones. Remito al lector al libro de Ana María Barrenechea, La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, para una detallada exposición de los temas que figuran en los cuentos, el vocabulario empleado y las ideas que representa. Allí se enumeran como temas principales: el infinito, el caos, la personalidad, el tiempo y la materia.
La influencia más visible en sus relatos es la de la filosofía idealista vía Hume, Schopenhauer (El amor, las mujeres y la muerte, El principio de la Razón suficiente y El Mundo como voluntad y representación) y, en la Argentina, de Macedonio Fernández. Hay que añadir las filosofías orientales, sobre todo el hinduismo, que niega el universo; y el budismo que niega, además, la existencia del yo y reduce la realidad a fugaces estados de conciencia independientes de un sujeto pensante. Macedonio Fernández optó por esta última forma de idealismo extremo –la negación tanto de un mundo objetivo como de un sujeto que la percibe– influyendo notablemente en Borges.