El libro parte de una reflexión central, que, quizá por obvia, suele pasar desapercibida en las aulas donde se enseña español y en la mayoría de descripciones lingüísticas sobre nuestra lengua, a saber, los modos de hablar y escribir una lengua ―cualquier lengua― son siempre reflejo de la cultura y de la visión de mundo subyacentes a ella y ambas tienen consecuencias directas en los mecanismos sintácticos empleados, “elegidos” inconsciente o conscientemente, por los hablantes para hablarla y escribirla. De este planteamiento, se derivan dos hechos que se hacen explícitos una y otra vez a lo largo del libro: por un lado, la necesidad de integrar visión de mundo y hechos de cultura en la enseñanza de la lengua; por otro, el requisito de ampliar nuestro entendimiento y acercamiento al significado, de modo que en el aula se considere no sólo la semántica léxica, sino la semántica pragmática y discursiva, las intenciones comunicativas, los pesos informativos o los juegos de relieve y fondo, que llevan a hablantes distintos o a comunidades distintas a emplear diferentes estructuras morfosintácticas para referirse a una “misma” realidad. Necesidad y requisitos que se vuelven urgentes cuando la diversidad lingüística es parte integrante de una sociedad, como es el caso de la Argentina y, desde luego, de la mayoría de países latinoamericanos.