La educación es una pieza clave en la construcción de la identidad personal. Una parte importante del proceso educativo de las nuevas generaciones se ha encomendado a la escuela, que comparte con la familia y otras instancias a veces no tan conscientes como sería deseable una responsabilidad social compleja, difícil, que trasciende el plano de la formación intelectual. El proceso de escolarización que se produjo en el siglo XIX y gran parte del siglo XX tuvo esto muy claro: la escuela tenía que reproducir determinados modelos deseables de hombres y mujeres.
Para ello agrupó a chicos y chicas en espacios separados y les ofreció proyectos formativos distintos acordes con la función social que se esperaba que cumplieran.
La generalización de la escuela mixta abrió a las jóvenes unas posibilidades de formación intelectual similar a la de sus compañeros varones, pero esta igualdad de oportunidades formativas no rompió otras barreras de desigualdad entre los géneros al no incorporar, como contenido significativo, la contribución histórica de las mujeres en la evolución de las sociedades. El orden simbólico de referencia, en las aulas y en los materiales docentes, siguió siendo masculino: utilización de un masculino genérico para nombrar a ambos géneros, selección de campos de actividad históricamente masculinos, infravaloración o desvalorización de campos de actividad históricamente femeninos, ocultación de mujeres cuyas vidas u obras tuvieron características por las que se acostumbra a distinguir y recordar socialmente a los hombres... La enseñanza, como la producción científica, ignoró a las mujeres y su herencia social. La enseñanza, como la ciencia, como el sistema en que se producían, discriminó a las mujeres. Hablamos en pasado porque, aunque somos conscientes de la permanencia del modelo descrito, la sensibilidad social hacia el cambio, hacia una enseñanza coeducativa que favorezca la igualdad de oportunidades de ambos sexos para poner fin a una discriminación histórica de las mujeres, encuentra apoyos teóricos cada vez más amplios. ¿Cómo podemos contribuir al cambio desde la enseñanza de la Historia? La mirada que ha proyectado el feminismo sobre la historia, en el último tercio del siglo XX, ha cuestionado los límites del sujeto y el objeto de la Historia, ampliando ambos. Pero, sobre todo, ha conceptualizado una nueva categoría analítica, la categoría género, que nos permitirá introducir de manera natural una mirada dual, una doble perspectiva que contemple a los hombres y a las mujeres como sujetos históricos a tener en cuenta en el análisis y la interpretación de documentos, situaciones y procesos, es decir, en la interpretación del discurrir histórico de los pueblos.