Tras la dictadura cívico-militar, surgieron dos relatos sobre las causas y azares del tránsito a la democracia representativa. Uno de ellos sostenía que el colapso interno había desembocado en una transición para la que ningún actor social estaba preparado, ya que no se trataba de un retorno sino de algo nuevo. Las luchas intestinas entre las cúpulas, los desmanejos económicos y la “fuga hacia adelante” eran las razones del azaroso don obtenido. A partir de allí, había que inventar una tradición democrática basada de modo sustantivo en los derechos individuales, que salvo la cortísima historia del Movimiento de Derechos Humanos, no tenía precedentes en la historia argentina. Y había que hacerlo cabalgando una tortuosa coyuntura crítica, carente de acuerdos consistentes entre los actores relevantes del sistema político. El otro relato argumentaba que el factor decisivo de la caída del régimen había que buscarlo en la oposición social, largamente fermentada, que desde 1979 había experimentado una paulatina alza en las luchas al calor de los desmanejos económicos de burgueses y militares y el descontento civil frente a los crímenes cometidos, y había inducido, finalmente, su crisis orgánica. Lo que parecía azar velaba los factores cotidianos e invisibles de un consenso antidictadura que se había expandido desde su existencia molecular hasta tornarse masivo luego de la derrota en la guerra del Atlántico sur.