Eran mediados de los 60 cuando Lilia Ferreira decide mudarse desde Junín, su pueblo natal, a Buenos Aires.
Había estudiado Letras y trabajaba en un laboratorio químico. Como muchos jóvenes de ese momento, quería un cambio y estaba de muy interesada en lo que pasaba en el mundo y en el país también. Pensaba que en Buenos Aires tendría la posibilidad de encarar su vida de otra manera. Allí iba a conocer a un hombre que no sólo signaría su camino, sino también el de varias generaciones de argentinos.