Los 58 días transcurridos entre la votación del 7 de noviembre de 2000 en los Estados Unidos y la decisión final sobre quién sería su presidente, no tuvieron que ver con el mero recuento de votos del Estado de Florida, sino con un fuerte entramado de intereses que determinaría cuál iba a ser el sistema de poder para sustentar al presidente de la primera potencia mundial. La puja fue ganada por los grupos más irracionales, vinculados a la venta de armas y a lo peor del capitalismo financiero. Los atentados del 11 de septiembre, que, más allá de la tragedia, podrían haber contribuido a reflexionar sobre un mundo más integrado y democrático, profundizaron aquella tendencia a la irracionalidad, tanto en el campo de la seguridad internacional como de la desigualdad económica y social. No obstante nuestra debilidad, los países latinoamericanos no debemos continuar resignándonos a ocupar en el mundo el lugar que nos dejan, sino, más bien, proponer una agenda internacional positiva y encarar una acción muy decidida en favor de aquellos grandes temas que lleven a un nuevo y más racional equilibrio de poder. Sus líderes políticos debemos trabajar por la construcción del futuro con la dimensión estratégica propia de los grandes estadistas, que son capaces de sobreponerse a las crisis y hacen de ellas su principal fortaleza.