Desde su nacimiento mismo, la estética fue una disciplina problemática, destinada una y otra vez a retornar a un mismo problema: el de la utilidad del arte.
Hoy, sin embargo, ese problema parece haber sido desechado. No tanto porque la estética moderna lo considere resuelto, sino más bien porque esta disciplina parece haberse diluido ante lo que quien más y quien menos acepta como una evidencia incuestionable:
que el arte es una forma de comunicación.
Que sirve para comunicar. Que no existe problema alguno allí donde la estética, disciplina a la que ahora se observa con esa misma desconfianza que el pragmático hombre contemporáneo reservara a la filosofía, creyera encontrarlo.
Consenso generalizado: el arte es comunicación, medio de transmisión de mensajes, más o menos emocionales, más o menos ideológicos. Los críticos, los comisarios, los periodistas y los públicos parecen haberlo consensuado: el artista, repiten insistentemente, comunica, reivindica, denuncia… Pues bien, es intención de este ensayo deshacer este equívoco para luego, en un segundo momento, retomar esa cuestión que se ha creído resuelta, la de la función del arte.