Las transformaciones económicas durante el neoliberalismo produjeron un malestar social que reconocimos en la inclusión precaria y en el trabajo sin empleo. Esa inseguridad económica se vivió con inseguridad ontológica. El riesgo a perder el trabajo, a quedar fuera de la sociedad del consumo, se convertía en el temor a perder el status con todas las privaciones que eso significa. Cuando el estilo de vida depende del estándar económico, del buen pasar que llevamos, y se puede perder el trabajo de un día para el otro, se corroe el carácter del trabajador (Sennett; 1998),y cunde la desorientación, el mareo, la inestabilidad. Los hechos a nuestro alrededor empiezan a aturdirnos, generan vértigo y tememos también caer. Por eso tendemos a aferramos a lo primero que tenemos al lado: los prejuicios, los lugares comunes.
Una de las respuestas frente a este miedo difuso es el resentimiento. A través del resentimiento los miedos abstractos se vuelven miedos concretos. Las personas resentidas son aquellas que empiezan a flaquear o debilitarse, a sentir en uno mismo pesar o enojo. Se enojan y no saben por qué o con quién enojarse. Si se mira de cerca nos daremos cuenta de que el resentimiento es un sentimiento que tiende a ocultarse. Como dijo Nietzsche: “ha florecido en lo escondido, igual que la violeta, aunque con otro aroma” (Nietzsche; 1887: 119). Se esconde porque el sentimiento se vive con culpa y vergüenza, y porque es consciente de que es objeto de emociones reactivas que no controla, no sabe o no quiere controlar. El odio, la envidia, la malquerencia, la desconfianza, el rencor y la venganza tienen su origen en el resentimiento.