Una atmósfera cargada de gran complejidad caracteriza la experiencia social de nuestros tiempos. La irrupción de grupos sociales que hasta hace pocas décadas no sólo se hallaban sistemáticamente silenciados, sino intencionalmente invisibilizados colabora para que la imagen del mosaico cultural se envalentone y trate de ponerse de pie fomentando nuevos modos de participación. Amparados en esta coyuntura asoman grupos diversos con la intención de rediseñar el mapa sociocultural generando nuevas dinámicas, nuevos actores, nuevos referentes y nuevas relaciones interculturales.
Si articulamos esta realidad por un lado con la idea de que la extensión universitaria imbrica el conocimiento acumulado en la Universidad con las necesidades sociales y sus problemáticas. Y por otro, entendiendo a la práctica comunicativa en tanto proceso de significación colectiva, sin lugar a dudas nos traslada a condiciones interesantes de intervención las cuales deben apuntar a una decidida función social y un proceso formativo integrador del vínculo universidad- sociedad.
Esto no es más que apostar al proceso extensionista desde el campo de la comunicación a través del diálogo y el reconocimiento mutuo con el otro. Aquellos otros (migrantes, privados de la libertad, orientaciones sexuales diversas, indigentes, pueblos originarios etc.) que hoy logran visibilidad pero que aún no consiguen que la diferencia deje de traducirse en desigualdad. Este es uno de los desafíos de los extensionistas, el de “reconocer que en el territorio hay saberes y que los actores de la comunidad son sujetos de conocimiento”.