El tráfico de objetos arqueológicos representa desde hace decádas uno de los grandes flagelos díficiles de controlar por parte de las políticas para la protección del patrimonio cultural. El mercado negro funciona con la transformación de estos bienes públicos en propiedades individuales, mercancías que circulan en una cadena capitalista institucionalizada donde el mayor beneficio recae en los últimos eslabones. La penalización de estos delitos como parte de las políticas proteccionistas recae generalmente en quienes, desfavorecidos por las leyes de un mercado capitalista, inician el circuito. Sin embargo, los museos -en su mayoría primer mundistas-, así como los coleccionistas privados, incentivan el movimiento ilegal; ambos resguardados por las concesiones de un sistema que protege la propiedad privada. La relación Estado-mercado que se instaura a partir de las políticas neoliberales de los países latinoamericanos es un terreno que necesita ser explorado y analizado si se pretende desenmascarar la realidad del tráfico ilegal.