Gonzalo Mainoldi comenzó hace varios años un ensayo fotográfico sobre lo que quedó de la Guerra de Malvinas: objetos atesorados por los ex combatientes como pequeños monumentos personales, y retratos suyos en la intimidad familiar, el único lugar en el que fueron recibidos en junio de 1982. Con el tiempo, los objetos y los precoces “veteranos” se convirtieron en otros. Faltaba cerrar el círculo con el viaje a las islas, en las que Mainoldi aterrizó en febrero de 2012 ¿para ver qué? A simple vista, un desierto austral en el que, un poco más allá de la población, se alzan con discreción las tumbas de los soldados –las “bajas” para la estadística militar –, la chatarra bélica y un paisaje de piedras. Pero no sólo vio los vestigios materiales que, sin dudas, hablan. Retratista del tiempo, lo que vio a través de su otro yo tecnológico –la cámara, herramienta testigo capaz de revelar lo invisible-, fue el efecto de los años operando como cura, o al menos como placebo, del daño que produce esa masacre entre desconocidos que llamamos guerra.