Éramos imberbes, soberbios y magníficos. Éramos crédulos hasta la saciedad, inocentes hasta el tuétano y tan ignorantes que confundíamos información con conocimiento y todos adolecíamos en grado supremo de esa tendencia fascinante y boba de condensar la compleja realidad en fórmulas teóricas y epítetos rumbosos. Éramos jóvenes.