Cuando me refiero a Rodolfo Walsh vuelven una y otra vez a mi mente dos imágenes de su vida. Una cuando tenía 20 años, y lleno de expectativas y futuro cursaba el profesorado de Letras en la Facultad de Humanidades de La Plata y anhelaba ser un profesional reconocido. Lleno de sueños, pero sin un peso en el bolsillo, solía acompañar a su novia a la casa y fingir que se despedían ante la atenta mirada de los padres. Lo que en realidad sucedía era que Elina pasaba por la cocina, armaba un sandwich “chacarero” -uno de esos donde se ponía de todo un poco-, subía a la planta alta y desde su cuarto, envuelta y atada a una piola, la cena de Rodolfo, que esperaba ansioso en la vereda, llegaba a sus manos. La otra data de 30 años más tarde, cuando ya Walsh tiene 50 y en plena calle, en el barrio de Constitución, no se entrega con vida al ser rodeado por una patota de la ESMA que lo buscaba afanosamente. Dos imágenes: la que va del pibe soñador al militante político de acero.¿Qué cambió de una a otra?, ¿qué ocurrió en el trayecto que las une?