¿Cómo no caer en el sentido común al hablar de televisión, si la televisión es el escenario privilegiado del sentido común, y a él apela cada vez que necesita legitimar sus posiciones, sin considerar cuánto tuvo que ver ella misma en su composición? ¿Cómo no caer en la impugnación radical frente a sus paradojas? ¿Cómo hablar de la televisión sin quedar enredado en su red de discurso interminable? ¿Cómo quedar afuera de ese discurso sin situarse, al mismo tiempo, fuera de su comprensión? Propongo que ensayemos dos vías de acercamiento. En primer lugar, y frente a la supuesta novedad televisiva, una mirada histórica.
Intentar una mirada histórica que no esté movida por la nostalgia no resulta fácil en tiempos en que la memoria está de moda. Pero, de lograrlo, podría resultar un antídoto interesante; un modo de extrañamiento del presente permanente de la pantalla. En segundo lugar, los públicos. Los usos sociales de la televisión suelen ser más interesantes que la televisión misma. Podría verse en este interés la vieja ecuación según la cual cuanto más decrece la calidad estética de un objeto, más crece su interés sociológico. Pero también podemos hallar en esa fórmula la constatación del lugar cultural casi excluyente que la televisión ocupa en la sociedad contemporánea.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)