En este sentido, las ideas que voy a tratar aquí, sin negar muchas de las contribuciones hechas sobre el tema, parten de un cuestionamiento de la proposición actualmente hegemónica de que vivimos en una economía o sociedad fundada en el conocimiento, que sería la base para muchas si no para todas las decisiones humanas y un activo esencial para individuos y organizaciones de cualquier naturaleza. Cuestionamiento que deriva de la indagación acerca de cuál conocimiento se habla y de la constatación de que no es el conocimiento pretendidamente neutro y universal que impregna el concepto de Sociedad del Conocimiento aquel que debe sustentar la sociedad inclusiva que queremos. La cual, como argumentaré, tendrá que ser doblemente intensiva en conocimiento. Primero, porque la tecnociencia que esa sociedad demanda, que va desde el “saber popular” hasta la ultra “high tech”, involucra procedimientos (de enseñanza, investigación y extensión, solo para quedar en el terreno universitario) originales, transdisciplinarios y de alta intensidad cognitiva. Segundo, porque por la característica innegociable de inclusividad de esa sociedad, ese conocimiento tendrá que ser de todos y desarrollado con procedimientos que precisan ser concebidos, también, por todos.