La Argentina sufre desde mediados de los noventa un período de convulsión social. La vida pública se ha visto transformada significativamente por la crisis política, que se agravó a partir de la caída del gobierno de la Alianza, seriamente afectado por sus propias negligencias, un contexto económico adverso y falto de direccionalidad política. En esa trama conflictiva, los argentinos vivimos con la sensación permanente de estar al borde de un abismo, caminando por una cornisa, haciendo equilibro entre el infortunio y el derrumbe. A pocos días de la elección presidencial, ninguna de las ofertas políticas pareciera convencer a las mayorías, y la pérdida de la institucionalidad política y social corroe constantemente cualquier posibilidad de construir un horizonte menos incierto que el presente.