Para aquellos que hemos estudiado en el Museo de La Plata, y que las vueltas del destino nos desparramaron por cualquier lado, existe un fuerte sentimiento de pertenencia compartido, algo que no se explica, pero que se siente intensamente. Es el espíritu del Museo; el intangible, penetrante y misterioso espíritu que uno atesora de aquellos años cada vez más lejanos cuando, entre los vahos de formol de los pasillos, casi un néctar embriagador al evocarlos, descubríamos a los grandes naturalistas, conocíamos a las personalidades de las ciencias argentinas y paladeábamos el sabor incomparable de las campañas, esos viajes imborrables en el tamiz del recuerdo, convertidos en tradición de las numerosas generaciones de biólogos, paleontólogos, geólogos y arqueólogos que estuvimos en el Museo.