Los estudiantes de música suelen considerar la clase de instrumento como un espacio para la incorporación de herramientas técnicas vinculadas más a la ejecución que a la interpretación.2 En general, las necesidades planteadas se orientan a dificultades particulares en el manejo del instrumento para sonorizar las configuraciones texturales iniciales que componen una obra o una canción –como combinaciones de altura y duración en melodías, acordes, líneas de bajos, etcétera– o los yeites en el uso del instrumento propio de algún género o estilo en particular. Son menos frecuentes los casos, desde el nivel inicial y hasta el universitario, en los que la orientación esperada por el estudiante se vincula con la comprensión del lenguaje musical –tanto en sus aspectos gramaticales, sintácticos y sus posibles significados–, por ser menos valorado como un insumo necesario para la interpretación musical. Esta particularidad encuentra eco en la mayoría de las propuestas de enseñanza musical, formal y no formal, que enuncian en sus programas, casi exclusivamente, obras, géneros o habilidades técnicas como únicos contenidos. Dicha impronta supone un modelo de docente abocado a proporcionar las herramientas técnicas que satisfagan las necesidades enunciadas por el estudiante y que son las que éste percibe como falencias al compararse con aquellos intérpretes que admira y que operan como referentes. En esta situación, lo que el estudiante probablemente nunca podrá solicitar es lo que aún no advierte como elemento necesario para su formación.