Con el surgimiento y consolidación de la sociedad industrial, el trabajo se constituye tanto en la base principal de la cual se derivan las condiciones materiales de vida de la población como en el sustento al que se ligan las protecciones contra la inseguridad. De forma conjunta, el trabajo supuso la sujeción de los individuos al orden social a través de la interiorización de dispositivos disciplinares.
Este proceso implica la entronización de la idea de trabajo con una significación homogénea, mercantil y abstracta cuya esencia es el tiempo (Nun, 1999). Se plasma, entonces, la idea de una sociedad con un tiempo dominante en torno al cual se construye el orden social. El tiempo del reloj –lineal, homogéneo, continuo, abstracto, divorciado de los ritmos naturales, independiente del evento, con carácter universal y fraccionado– intenta imponer un modo de organización a los demás tiempos sociales.
Así, la sociedad industrial y su intrínseca noción del tiempo, a la vez que consagran como hegemónica una noción determinada y específica de trabajo, instauran un esquema de organización del tiempo que moldea y es moldeado por esa noción de trabajo. En este modelo de sociedad, el trabajo remunerado edifica una temporalidad que se organiza de manera cíclica, regular y repetitiva a través de la existencia de prácticas habituales y cotidianas que articulan la organización de la vida práctica. En él, los horarios adquieren un carácter profundamente colectivo. Esta disciplina orientada por el tiempo de las horas está irremediablemente unida a la relación de trabajo.