Como es sabido, el acceso de los jóvenes al mundo del trabajo y la permanencia en el mismo constituye, desde hace poco más de dos décadas, una problemática que se manifiesta a nivel global y que ha sido objeto de numerosos estudios regionales e internacionales. Los mismos señalan que estos fenómenos no afectan a todos los jóvenes de igual modo, sino que aquellos con menores niveles educativos y provenientes de hogares con menos recursos son los más perjudicados (Weller, 2003). Esta situación -en especial la de aquellos pertenecientes a sectores menos favorecidos- adquiere visibilidad en el campo de las políticas públicas, y, con el surgimiento de otras políticas sociales para la atención de la pobreza, los jóvenes se constituyen como población objetivo de los programas sociales y laborales (Balardini y Hermo, 1995; Rodríguez, 2002). Así, en América Latina, a partir de la década de 1990, surgen intervenciones centradas en el desarrollo de acciones formativas destinadas a elevar la calificación de la oferta de trabajo y mejorar la empleabilidad de este grupo.