La reciente celebración del Bicentenario de la Independencia ha llevado, en muchos casos, a comparaciones con nuestro primer centenario patrio, siendo que tales comparaciones han tenido las más diversas interpretaciones, reafirmando aquel dicho popular en cuanto a que las comparaciones son odiosas. En efecto, algunos la evocaron para resaltar el esplendor de una Nación orgullosa que en 1910 se ubicaba entre los países más avanzados del mundo y –sobre todo– entre los que se avizoraban de mayor presencia, efectivamente, la Argentina, junto a Canadá y Australia, se ubicaba entre las nuevas naciones en ascenso, a modo tal que apenas unos pocos años antes, al celebrarse la primera conferencia interamericana en Washington, los delegados argentinos, Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña, se mostraron en traje de etiqueta paseando en carruaje por aquella entonces pequeña capital para contrastar y rivalizar la opulencia de las clases gobernantes argentinas.
La otra cara de la moneda ha sido, en cambio, una vez más, la crítica revisionista de nuestro pasado, que no por destructiva y recalcitrante deja de mostrar sus partes de verdad. En tal sentido, desde algunos sectores críticos de un pretendido progresismo, se ha intentado enarbolar los festejos del segundo centenario como una crítica contestataria al modelo imperante durante el primer festejo, con base en las desigualdades sociales existentes, y en la urgencia del estado de sitio y la sanción de la ley de residencia y de expulsión de extranjeros como consecuencia de los brotes anarquistas y de la llamada “semana trágica” como expresión de las convulsiones sociales propias del inicio del tránsito desde el Estado liberal de derecho hacia el inicio del Estado social de derecho.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)