Es relativamente curioso que los juristas o mejor, los operadores jurídicos en general, salvando muy contadas y honrosas excepciones, sigan trabajando con instrumentos y herramientas conceptuales que ya tienen siglos. Algo así como si los médicos curaran aún con pócimas preparadas por ellos mismos en precarias retortas, basadas en la mezcla de yuyos y malezas, cortezas de árboles y patas de renacuajos; o si quienes explotan la tierra abrieran surcos con arados de troncos, tirados por bueyes y conducidos por manos fuertes y callosas de unos individuos mitad siervos de la gleba y mitad peones rurales.
Ciertamente la modernidad y la posmodernidad han entrado en los escritorios de abogacía y en los despachos judiciales. Pero, por lo general, bajo la forma de computadoras, bibliotecas virtuales, programas de gestión y control administrativo y otros asuntos de esa índole.
Sin embargo, ¿cómo explicarse que, por lo común, en el ámbito del derecho se encuentre tanta desinformación referida a asuntos que han ocupado de manera significativa a las ciencias sociales y a las humanidades, a las denominadas nuevas ciencias, a la epistemología contemporánea y a la filosofía? Me refiero, para decirlo reductiva pero claramente, al tipo de cuestiones involucradas en el llamado “giro lingüístico”.