Hablar de locuras no es tarea sencilla, más si se trata de niños.
Hay una larga tradición de captura de la infancia en los distintos discursos que la vuelven objeto de tratamientos en función de la idea que se hacen del sufrimiento que portan y el lugar que ocupa en el aparato colectivo más allá de los sujetos implicados.
La infancia es una construcción que tiene coordenadas históricas que ubican su aparición como hecho de discurso con sus consecuencias. Ya desde su etimología se devela el lugar que le es asignado, infans del latín: el que no habla, no por el sesgo del que no puede hablar sino del que no puede representarse como sujeto de la palabra. Es este lugar de objeto que determina un tratamiento, es decir abre la puerta para que nos encarguemos de los niños en nombre de las mejores intenciones. El niño se despega del hombre y empieza a tener visibilidad asociado a aquello que hay que educar. Desde aquella “tabula rasa” hasta los programas de entrenamientos actuales en comunicación y funcionamiento cognitivo y socio-afectivo el niño es sumido como de lo que hay que ocuparse.
La cuestión es, ¿cómo acercarnos a la locura en los niños para no prolongar ese lugar de objeto de sujeción del Otro? ¿Cómo el discurso psicoanalítico puede agujerearse en tanto discurso para abrir una localización vacía del niño como fin? Para no hacer de él el objeto de sus cuidados alienando lo que hay de sujeto en su existencia.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)