Pensar en las múltiples articulaciones que existen entre las conmemoraciones del 8 y el 24 de marzo no siempre resulta evidente. Ambas son fechas que invitan a la recordación del sufrimiento humano, de la potencialidad de la crueldad y, al mismo tiempo, de las formas de resistencia de las que somos capaces. Ambas, también son fechas que invitan a hablar de las luchas del presente, de esas batallas que toman al pasado por excusa o por necesidad para verbalizar que el sufrimiento, las diversas formas y modalidades de la desigualdad y la opresión no han sido superadas en nuestros días. Y aun así, resulta un desafío sistematizar todo lo une a las dos fechas, mejor dicho, a las dos batallas. Las primeras palabras que me vinieron a la mente fueron las de genocidio y feminicidio. El genocidio en clara referencia al plan de exterminio y desaparición perpetrado desde el estado por la última dictadura militar y el feminicidio como esa otra forma de exterminio y desaparición de cuerpos de mujeres por parte de privados que, con algún grado de responsabilidad y/o complicidad del estado, se ha transformado en una de las formas de violencia más tipificada de nuestro presente. A simple vista, saltan algunas similitudes y, también, algunas diferencias entre ambos fenómenos. El lugar protagónico que cabe al estado como perpetrador en el caso del plan sistemático de desaparición de personas durante la última dictadura no debiera conducir a desdibujar su responsabilidad en los feminicidios, aunque su participación aparezca de manera más velada. En esta intervención voy a tratar, en primer lugar, enfatizar en lo que hermana a estos fenómenos antes que en aquello que los diferencia.
Voy a tratar de mostrar que, aunque las modalidades sean diferentes, tanto el geno como el feminicidio son funcionales al mismo fin: el de atacar a los cuerpos indóciles para construir una sociedad de cuerpos disciplinados que son la base para la reproducción del orden capitalista. En tal sentido, tomo de Daniel Feirstein (2007) la idea del exterminio como el último eslabón de una cadena de prácticas sociales que transforman en potencialmente genocida a buena parte de la población, y pienso como Rita Segato (2010) que ese proceso de legitimación de la violencia sobre los cuerpos indóciles se construye a través de una “pedagogía de la crueldad” que tiene la función de acostumbrarnos a la violencia. No puede haber exterminio si no hay primero una pedagogía cruel: palabras y prácticas para descalificar a ese otro (la víctima) y transformarlo en un potencial ser desechable: “son apátridas”, “son vagos”, “son subversivos”, “son drogadictas”, “son putas”. Una pedagogía de la violencia que funciona como una acción ejemplificadora, como una advertencia que cae sobre las espaldas del conjunto social indicándole que le conviene elegir la genuflexión, la docilidad, camuflarse, en la medida de lo posible, con los ropajes de la “normalidad”.
En segundo lugar, voy a tratar de pensar que las luchas llevadas a cabo por el movimiento de derechos humanos y por el movimiento de mujeres en nuestro país, especialmente en los últimos años, también son acciones ejemplificadoras de lo opuesto. Creo que, sobre ambas cuestiones, quienes investigamos tenemos mucho para decir, sobre todo, tenemos la responsabilidad social de intentar ofrecer herramientas para comprender fenómenos tan complejos haciendo uso de todas las perspectivas teóricas que están a nuestro alcance.