No hay un momento preciso ni tampoco calculado, pero quizás en alguna instancia de la vida la garganta del Indio Solari se cerró y únicamente explotó para cantar. Con ese empuje bastante rengo, caminó como despistado por los suburbios de la lírica, a la vera de la ruta, sin saber dónde estaba el semáforo, la diagonal, la vereda, el cordón, las columnas. En definitiva, anduvo a los tumbos, sentado y componiendo, un poco perdido a propósito y otro tanto por pura suerte. Tal vez las voces de su pasado comenzaron a abrumarlo y también los ecos del futuro lo obligaron a forzar un cierre, una travesura simbólica, trágica y bellamente desgraciada.
Su nuevo disco El ruiseñor, el amor y la muerte es un cóctel de venenos pacientes. Y en su filo, renueva escenas, revive diálogos, busca esos mismos ojos de la noche para decirle que los recuerda, que los abrazó con mucho amor, con supremo fuego y total locura. En esa línea, las letras que integran este álbum -quizás de despedida india- confiesan que, en verdad, lo temeroso siempre está a la orden del día y la podredumbre del contexto no es algo ajeno a nuestros pareceres. Harto de dar explicaciones y de sacar conclusiones, estallado por dentro e iluminado cuando la noche es más oscura, Solari no habla solamente de él, o de sus personajes tragicómicos -más opacos que de costumbre-, sino que parece incluirnos a todos en la penuria. El llanero solitario, mister caótico y genial, nos dice que esta farsa -este mundo, esta empresa, este mundo de hoy, nos contiene, nos repele y nos expulsa.