El testimonio de Lafargue reviste especial interés para nosotros porque nos muestra dos caras opuestas de El Capital: por una parte, es la obra que consagra mundialmente a Marx, que conoce reediciones y traducciones ya en vida de su autor y que a propuesta de su amigo Jean-Philippe Backer su lectura a ser recomendada en el Congreso de Bruselas de la Internacional (septiembre de 1868) como la “Biblia del Proletariado”. Pero esta consagración de Marx y esta temprana sacralización de El Capital contrastan con la otra imagen que nos ofrece Lafargue y que refrenda su correspondencia: la de un autor-artesano, siempre inconforme con los resultados de más de dos décadas de labor, que hace y rehace sucesivos borradores que luego deshecha para volver a comenzar una nueva redacción, que pospone una y otra vez la entrega de los originales prometidos a sus editores. Como el plástico Frenhofer, Marx oscilaba entre la seguridad y la duda, temía que los constantes “retoques” alteraran la armonía de la obra, que la introducción de sucesivas mediaciones que se concatenaban unas a otras terminaran haciendo tan complejo su sistema al punto que finalmente terminaran oscureciendo su “representación de la realidad”.