Una de las preguntas más frecuentes que nos formulamos los docentes en el nivel de la educación superior o de posgrado dentro del campo de las ciencias sociales, es por qué resulta extremadamente difícil promover desde allí un pensamiento crítico. Intentaré dar una respuesta sólo tentativa en tanto apenas estará sostenida por algunas aventuradas asociaciones de ideas. Pero previamente permítanme una extensión del ejercicio, incorporándonos a nosotros mismos a ese universo de sujetos reacios al pensamiento crítico, al menos en la medida que rehuimos el azaroso itinerario que puede conducirnos (o no) a un descubrimiento. En este sentido, estamos simulando: con mayores o menores formalidades o volteretas lógicas, lo usual es que se trate a toda costa de sortear la inquietud que despierta lo desconocido para llegar, después de rodeos metodológicos a una especie de “redundancia inconfesada”, esto es, confirmar lo esperado (y deseado). Y parecería que al estrecharse progresivamente los márgenes de la racionalidad en el mundo económico y social con el cual debemos lidiar, se nos hace cada vez más insoportable incorporar la incertidumbre como constante.