Escuchar Nirvana no es fácil. Quiero decir, es simple, le das play y listo, pero el asunto no queda ahí. Nirvana tiene un después, un envolvente embrujo que retumba a partir del acorde y el rugido de Kurt Cobain. El sonido, la letra, el tono de voz, el aullido, todo cuaja. Y aunque también desencaje y enfurezca, la música nirvanera es un presente continuo y un ardor constante.
Si nos focalizados en su función dentro de la industria cultural, podemos entender que son canciones sueltas o agrupadas dentro de una escena corporativa abrasiva y panóptica. Ahora bien, si agudizamos un poco más la mirada, vemos una estallido artístico y, sobre todo, una puesta en común de lava eléctrica centralizada en la figura de Kurt Cobain, atormentado de sentido por excelencia.
Ahí está la belleza y la autenticidad esencial de Nirvana y, si se me permite, del ADN neurálgico de la cultura rock: la poética de riesgo. Y entiendo que no todo es transgresión dentro del rock, que hay algunas concesiones y contradicciones, no lo discuto, pero en Cobain no hay simpatías, ni decoros ni tibiezas grandilocuentes.