En el curso del siglo XIX, mientras la democracia se organizaba y el mundo occidental se renovaba en todo sentido, evolucionando asombrosamente las ideas y las actividades humanas —la sociedad, la política, la ciencia, el comercio, los medios de comunicación, la agricultura, la industria, la técnica y demás— hasta configurarse una vida realmente nueva, condiciones de existencia imprevisibles en las centurias anteriores, se produjo en el terreno de las relaciones entre el artista y el público un fenómeno que nunca había ocurrido y que, en vastos círculos, sigue observándose hasta hoy. Este fenómeno es el del rechazo obstinado de las manifestaciones originales del arte. Se evidenció periódicamente, a medida que los artistas iban emancipándose de antiguas servidumbres y explorando nuevos caminos.