No hay grande hombre para su ayuda de cámara, dice un conocido adagio, queriendo significar con ello que todo personaje de actuación pública es en cierto modo un actor que desempeña un papel lucido o impecable, que el público admira y aplaude, pero que visto fuera de la escena, en la intimidad, como quien dijera en su camarín o entre bambalinas, pierde prestigio al ponerse al descubierto la vulgar realidad de un ser humano como todos, con su dosis individual de humanas debilidades, defectos o vicios.
Con mi padre tal cosa no ocurrió, porque jamás hubo en él esa dualidad o desdoblamiento entre el hombre público y el que vivía con los suyos y podían ver y juzgar las personas del servicio doméstico. Quizá su característica más sobresaliente fué la sinceridad; sinceridad absoluta consigo mismo y con los demás. El hombre de entrecasa era exactamente el mismo que dictaba cátedras, daba conferencias, presidía sociedades o administraba justicia.