El n alguna parte digo que Carlos Vega Belgrano me pedía que escribiese las conversaciones de Joaquín V. González; no sé si se me ocurre o lei que lo mejor de Goethe eran sus conversaciones; algo de eso ocurría con González, cuya biblioteca se había convertido en su cátedra íntima. Había que oírlo para conocerlo. No le pregunté a González ni él me lo dijo, por qué tenía en lugar de honor, como único retrato de su biblioteca, el de Vega Belgrano; el de Manuel, el creador de la bandera, su inspirador, presidía su mesa de trabajo; ya “El Tiempo”, de Vega, había dado los últimos parpadeos; González lo nombró bibliotecario de la Universidad; y Vega, viejo y en la pobreza, recompensaba el parvo sueldo llevando cada día en su viaje por tren a La Plata una parte de sus libros, que donaba a la biblioteca universitaria.