El autor de la importante obra que comentamos era un hombre alto y enjuto, ligeramente adusto y hondamente pensativo, de mirada penetrante hecha a escudriñar hasta el fondo de todos los problemas. Un escocés musculoso, habituado a hablar poco en privado y mucho en público. Bourdelle había modelado su busto cual símbolo de un terrenal adelantamiento de la gloria postuma. Quizá cuidadoso de su dinero —como todos sus coterráneos—, pero de amplia generosidad con sus ideas que esparció a los cuatro vientos intelectuales de la isla brumosa: Glasgow y Oxford, Cambridge y Liverpool. Hombre de clan, por su origen, supo desde la niñez de la fuerza secreta de los clanes, de sus esotéricos ritos de sangre y misterio, del valor de las leyendas que coloran los lejanos sucesos de la historia con el miraje incomparable de la poesía. El medio rústico y silvestre en que nació y en el cual acaeció su infancia, dejóle para siempre un sedimento poético en el corazón y en la palabra. Conocía sagas numerosas, cuyo creciente Tumor se agrandaba en el pasado como en una caja de resonancia. No fué, pues, extraño que quien creía en la importancia de los mitos que pueblan la mente del hombre actual, pusiese su vida al servicio de su estudio en todas las épocas, y que quien amaba las nieblas autóctonas, fuese a buscar, por contraste, en el cielo diáfano de Grecia, los secretos que la madre Tierra devela a los iniciados.