La literatura de viajes –género de larga tradición– ha ido adquiriendo distintos sentidos al ritmo de exilios, migraciones y diásporas. El escritor viajero es, cada vez más, un sujeto atravesado por contradicciones, un ser desplazado, “fuera de lugar” o “extraterritorial”, para decirlo en términos de George Steiner. El sintagma “viaje intelectual” que da título al libro de Beatriz Colombi, estructura la selección de un corpus establecido entre 1880 y 1915 y define “al escritor que se autorrepresenta como agente de una cultura e interviene como tal en una escena pública exterior” (p. 16). Los fundamentos de este recorte radican en la certeza de que, en el contexto finisecular, el viaje alcanza su clímax y prefigura su fin, en consonancia con una época definida por sus contradicciones. Así, cada capítulo da cuenta de la compleja conexión que une al desplazamiento con la configuración de un “imaginario moderno en el fin de siglo hispanoamericano” (p. 17), en la certeza de que el viaje implica la pregunta por una identidad peculiar, conformada en la conciencia de la periferia pero también en el relato de la descolonización cultural. Lo que se presenta como preocupación y guía, más allá de cuestiones genéricas, es la “cultura del viaje”. Por tanto, el libro se delinea a partir de las representaciones del escritor desprendido de su medio y alude tanto a José Martí como a Alfonso Reyes, pasando por Rubén Darío, Paul Groussac, Manuel Ugarte, Enrique Gómez Carrillo, Fray Servando Teresa de Mier y Horacio Quiroga.