El conocimiento, el arte y la valoración constituyen, sin lugar a dudas, facetas de la actividad humana de vital importancia. Nuestras experiencias no solo están signadas por lo que conocemos y la manera en que lo hacemos, sino también por los fines y objetivos que perseguimos, los modos de acción que desplegamos, la formulación de valores que establecemos y la evaluación de los hechos, creencias y acciones que realizamos sobre la base de tales valoraciones. La filosofía tradicional ha tendido a remarcar, si no la absoluta ruptura, sí al menos las discontinuidades entre las esferas del conocimiento, la valoración y el arte. Así, mientras el conocimiento ha sido pensado casi exclusivamente en conexión con la razón y el entendimiento –concebidos en general como contrapuestos a las emociones, a la imaginación e incluso a la acción–, el arte ha sido entendido como una actividad vinculada fundamentalmente a las emociones y los deseos.